22. El nudista bisexual

Te despiertas en una cama que no es la tuya. (Nuevamente). Abres los ojos y encima tuyo lo único que hay son ramas de árboles. Lo primero que haces es preguntarte si estás viva. Te tocas la cara y te pegas una pequeña hostia para cerciorarte. Bueno, por lo que parece, aún no has muerto. Fantaseas con la idea de ser Jack en Lost. Aún tumbada, miras a tu alrededor pero sólo ves hojas verdes. Ningún resto de avión. Beh, dices adiós a la idea de acostarte con Sawyer en la jaula para osos polares. No estás en ninguna isla perdida. Al menos, no literalmente. El suave viento de la mañana mueve las verdísimas hojas encima de tu cabeza. A contraluz, son de un verde precioso. ¿Dónde estás? ¿Qué coño pasa aquí? Una música se escucha a lo lejos, concretamente, por debajo de ti. Ohh, fuck. La cabeza te da vueltas. ¿Cuántos turbomate te bebiste ayer? Ni recuerdas la cantidad de vodka que ingeriste, ni tampoco las veces que chupaste el dedo espolvoreado de blanco del chico berlinés. Vagas imágenes van inundando poco a poco tu memoria. Te enderezas. Y entonces lo entiendes todo: estás en una cama en los árboles. Y a tu lado duerme lo poco que queda del chico berlinés. Sus ricitos descansan sobre su frente y su boca permanece ahora ligeramente entreabierta. ¡Pero qué monaaaada!

Aunque te estás cagando, decides no bajar de la cama por dos razones muy ligadas entre ellas: una, no quieres matarte. Dos, no quieres hacer el ridículo. Tú no estás hecha para este tipo de cosas arriesgadas. Una cama en los árboles a tres metros de altura del suelo puede ser una trampa mortal para una torpe como tú. Así que te quedas apretando el culito al lado del chico berlinés. Intentas volver a dormir pero es imposible. Porque el turbomate es peor que cualquier droga. Cada vez que intentas cerrar los ojos, se te mueve un nervio de la frente que te imposibilita la tarea. Vaya mierda. Pues, no sé, vamos a observar un poco qué es lo que se cuece por ahí abajo. Piensas.

Abrazada al chico berlinés, apoyas tu cabeza en su pecho y observas a la gente que camina por el jardín de la Funkhaus recién despierta o todavía sin haberse ido a dormir. Algunos y algunas se tiran al río desnudos y luego pasean en bolas. Ciertas pedorras miran hacia arriba y llaman al chico berlinés por su nombre. Tú las miras sonriendo cínicamente como diciendo “sí. sí... está conmigo”. Malditas féminas. Son todas unas cerdas, guarras, acosadoras. ¿Es que no has meado lo suficientemente fuerte alrededor del chico berlinés? Te has pasado la noche sufriendo de celos porque a cada dos pasos, alguna petarda se le tiraba al cuello a decirle no sé qué sobre no sé cuántos. A saber... no tienes ni puta idea de alemán. Podrían estar incluso hablando de los maravillosos polvos que echan juntos sin que tú te enteres. Y por eso tus celos aumentan con el paso de las horas.


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