Berlín es una ciudad
fea. Puede que a alguien le guste porque, contra gustos, no hay nada
escrito. Pero objetivamente, Berlín es una ciudad fea. Y sucia.
Aunque los primeros días de nieve, siempre parece mucho más bonita
de lo que es. El manto blanco cubre todas las imperfecciones de la
ciudad (quizás sea precisamente su imperfección lo que la hace atractiva y
especial) brindándole una pureza y claridad que levantan el ánimo,
entre montones de carteles fluorescentes que se caen por su propio
peso de todas las paredes; y mierdas de perro congeladas debajo de la
nieve. El viento helado de los días de invierno corta la piel y el
vaho de tu respiración se congela en la bufanda que te cubre
prácticamente toda la cara. Pero no pasa nada porque son estas
pequeñas cosas las que te hacen sentir viva. Sigues sin saber qué
esperas de la vida, o más bien qué esperan los demás de ti. Sigues
confundiendo si tus objetivos están marcados según tus verdaderas
inquietudes o si sólo responden a un individualismo despiadado y a
un sentimiento continuo de éxito y admiración. Piensas que Berlín
no está demasiado lejos cuando se trata de escapar. Pero piensas de
nuevo: no importa lo lejos que vayas si se trata de escapar de ti
misma.
Cada vez que pisas el
suelo alemán, nada más salir del avión, tienes la sensación de
abandono. A tu suerte te quedas al manejo de una sociedad a la que no
entiendes y que no te entiende. Y nunca mejor dicho. Y en sus manos
queda tu futuro. En las manos de sus políticos se queda tu futuro,
porque los que gobiernan en tu país te entienden menos que la cajera
del Penny de Kottbusser Damm.
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